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Los Sentimientos y el Mundo Religioso (Parte II)

Actualizado: 18 ago

Los sentimientos son importantes y ellos tienden a marcar la perfección de las virtudes, pero también son cambiantes y solo pueden ser garantía en una persona madura que los ha forjado a lo largo del tiempo.


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Por Jorge Castro de Dios


                 En la primera parte de este artículo, se abordó que los sentimientos eran la respuesta natural del hombre antes bienes y males, y que, por ello, su verdadero criterio era la realidad, que nos debe llevar a alegrarnos por los bienes reales y a entristecernos por los males reales, visión que, de hecho, resume la postura antigua de lo que era la educación, en, por ejemplo, Aristóteles.


             La sección anterior también mencionó que uno de los mayores bienes del hombre es la racionalidad y que, por ello, resultaba tan negativo el sentimentalismo que se niega a escuchar razones y prefiere actuar solo guiado por lo que siente. La persona que obra así se comporta por debajo de su dignidad y resulta ridícula e infantil, porque elige hacerse un esclavo de sus pasiones y se deja llevar por ellas, en lugar de ser “Señor de sí mismo” como nos recomienda San Ignacio.


             Sin embargo, el mismo texto afirmó de igual modo que los santos eran algunos ejemplos de enorme sentimentalidad, quizá de la más grande y fina que se ha visto en la historia humana, y cuando uno lee las vidas de Santa Teresa de Ávila, San Francisco de Asís o de la Sierva de Dios Rose Hawthorne no puede evitar sorprenderse de la intensidad e inmensidad de sus sentimientos, al grado de que llegamos a pensar que, en cierta medida, estaban locos.


             Un ejemplo de esto es el padre Dominic Barberi, beato pasionista italiano, que contribuyó a la conversión del cardenal Newman. La anécdota cuenta que un día preguntó a un grupo de conversos ingleses cuáles eran las peores palabras en su idioma para insultar; pensando que era una broma le dieron respuesta hasta que, en una ocasión, uno de ellos vio la puerta de la capilla abierta y descubrió a aquel sacerdote llorando y golpeándose el pecho de rodillas frente al santísimo, mientras decía con su acento italiano: “Señor, ten piedad de este miserable hijo de puta”.


             ¿De verdad tiene sentido llorar por los pecados que ya han sido perdonados como tantos santos han hecho, dígase San Pedro o la Magdalena? ¿Es realista pensar de uno como hacía este cura o como Sor Juana que se refería a sí misma con la expresión “yo, la peor de todas”? Una primera respuesta, que, en mi opinión, no termina de satisfacer, es que se dice que los santos están más hechos para admirar que para imitar y una segunda respuesta, peor, es que los santos se adaptan a su tiempo y que, por ello, las cosas que hacían estaban bien en su época, pero que se ha evolucionado, adquirido más conciencia y ya no es necesario actuar así, idea común a los católicos que quieren hacer que la iglesia se tiña de los colores del mundo.


             Aun así, lo cierto es que parte del papel de los santos es ser modelos para nosotros y que estos no llegaron a la santidad por estar locos, sino por lo contrario, por tener una intensísima relación con la verdad misma, que es Cristo, y que los llevaba a obrar conforme a esa verdad. En este sentido, Castellani dice que los sordos piensan que los que bailan están locos y, de la misma manera, los que no son santos piensan que los santos están locos, porque no pueden ver lo que ellos ven, “ni el ojo vio ni el oído oyó”, dice San Pablo para explicar el misterio de una realidad que supera y da sentido a la nuestra.


             Sin embargo, y para explicar esto, quisiera apuntar a una tentación de la religiosidad que es sentimentalismo. En efecto, Aristóteles dice al principio de su Metafísica que hay un cierto placer en los sentidos y, por ello, algunas personas buscan sensaciones por el placer que éstas producen y no por las realidades a que apuntan. La persona que se comporta así es frívola y superficial, porque se mantiene en lo más exterior de las cosas, sus sentimientos, pero se abstiene de entrar en contacto con la realidad del mundo, porque ello conllevaría comprometerse con él y eso es algo que no le interesa.


             El filósofo cristiano Kierkegaard criticaba muchísimo esta actitud, que describía como el estadio estético y advertía que, incluso, era posible tenerlo en la religión y vaya que no se equivocaba. Esta actitud de superficialidad está, por ejemplo, en la gente que dice que la religión es para sentirse bien o que solo va a misa, cuando tiene ganas. Asimismo, estas personas tienden a decir que son católicas, a mencionar con orgullo su fe y hasta son capaces de practicar alguna devoción, pero la fragilidad de su creencia se nota en que no viven en gracia y en la facilidad con que cambian de punto de vista o de actitud, cuando, por decir un caso, se pelean con un sacerdote o surge alguna prueba, como una enfermedad o el desempleo. De fondo, es católico quien vive como un católico y no quien se siente católico.


             En realidad, los sentimientos son importantes y ellos tienden a marcar la perfección de las virtudes, pero también son cambiantes y solo pueden ser garantía en una persona madura que los ha forjado a lo largo del tiempo. En cambio, quien busca el sentimiento por el sentimiento, sobre todo, en la religión, podrá caer no solo en la superficialidad descrita arriba, sino en una verdadera histeria religiosa, tan común en algunos protestantes, que son incapaces de celebrar sus “liturgias” sin recurrir a luces, sonidos, bailes y cantos que están diseñados para sacar a la persona de su interioridad y quitarle toda oportunidad del diálogo interior con Dios. Más aún, en algunas de estas celebraciones las personas se desmayan y hablan en lenguas, porque la sobreestimulación sensorial anula la razón al grado de la inconsciencia o la locura.


             Sin embargo, y volviendo al más agradable tema de los santos, algunos podrían objetar que esta actitud criticada en algunos protestantes es parecida a la de éstos, ya que algunos hablaron en lenguas y tuvieron éxtasis místicos, que, en principio, es lo que estas ramas separadas también buscan o, por lo menos, intentan imitar. En realidad, el parecido es similar que hay entre una persona y su caricatura, pues esta histeria religiosa retoma los elementos de los santos, pero deformados, reducidos a la apariencia y, por ello, condenándolos al fracaso como quien cree hablar un idioma por repetir los sonidos que lo componen, pero sin entender qué está diciendo y sin interés en descubrirlo.


             Y es que, retomando el punto inicial, los santos son los más conscientes de la realidad espiritual, porque son los que la viven más profundamente. Para ellos, la presencia real de Cristo en la Eucaristía no es una fórmula vacía, ni siquiera una verdad a la que su entendimiento asiente, sino una realidad viva, que los mueve a obrar desde aquello que les muestra (hay que tomar en cuenta que muchas veces los santos reciben la gracia de ver estas realidades, como Santa Margarita María vio el corazón sangrante de Cristo) y, por tanto, dejarse matar por defender la hostia como San Tarsicio no es menos, sino más congruente con aquello que nos demuestra la fe, pero que muchas veces no comprendemos en su totalidad.


             Sobre esto, la acción es medida por la razón respecto a la realidad, pero hay ciertas realidades, las de Dios, que superan a la razón y, por ello, nos llevan a actuar de una manera que parece excesiva para lo racional y que se describen con la imagen del rapto, con la mente que es llevada más allá de sí misma, como robada, a una dimensión superior, donde contempla los grandes misterios. Sin embargo, el resultado de esto son también unos sentimientos que nos parecen excesivos, desaforados, porque su objeto excede a la razón y no corresponden a los bienes y males llanos que normalmente percibimos, sino a unos sobre-reales o si se prefiere supra-reales. Por eso, los santos no se equivocan en su obrar y sentir excesivo, que, de nuevo, es medido por la realidad y, en consecuencia, es racional.


             Por eso, la auténtica sentimentalidad religiosa o, al menos, la que es saludable, siempre deberá basarse en la verdad, que es demostrada por la revelación y profundizada por el estudio. Asimismo, en una época marcada por el emotivismo vacío y la adicción a las sensaciones, el catolicismo debe mostrar una madurez que se ha cimentado en dos mil años de historia y tradición, por eso, seamos sentimentales, pero con razón y, entonces, tendremos sentimientos más profundos y duraderos, ya que, como afirma un filósofo, el que ha conocido lo más grande, ama lo más profundo. 




 
 
 

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