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Los Sentimientos y el Mundo Religioso (Parte I)

Actualizado: 4 ago


Uno de los bienes más grandes del hombre es la racionalidad, que algunos han llamado su esencia, animal racional, y, por ello, el sentimentalismo resulta tan malo y, a veces, tan ridículo, porque cancela nuestra racionalidad y nos quita uno de los mayores bienes.


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Por Jorge Castro de Dios


Los sentimientos son una parte fundamental de la naturaleza humana y la filosofía contemporánea se ha interesado fuertemente en ellos. En parte, esto se debe a que los sentimientos no fueron un tema central en el pensamiento antiguo, pues, aunque diversos autores, Aristóteles y Santo Tomás, hablaron de ellos, no fue hasta la modernidad que tomaron un protagonismo en figuras como Smith, Rousseau o Hume.


De hecho, la mayoría de estos autores nos dejaron como herencia las bases del emotivismo moral, una corriente ética que afirma, de forma un poco resumida, que decir que algo es bueno es equivalente a decir que algo me gusta y viceversa, que algo malo se reduce a algo que nos desagrada o causa molestia. Para esta visión, la moral no es racional, sino sentimental y expresa solamente nuestra forma particular de sentir, a pesar de los inconvenientes que esta pueda tener y que tienden a ser caricaturizados por la visión de “Facts don´t care about your feelings”.


Expresado en estos términos, el emotivismo moral es una postura desagradable que no tiene defensores (Senior decía directamente que el sentimentalismo era una enfermedad), pues conllevaría hundirnos en un relativismo moral absoluto por el que nadie apostaría. Sin embargo, en esta, como en otras corrientes, es poco común hallar un radicalismo puro y lo que es más normal es encontrarnos con posturas moderadas y parciales, es decir, de aplicación solo en algunos casos como la de aquellos que se dicen católicos, pero luego señalan su disconformidad con varios dogmas.


Así, el sentimentalismo se halla detrás de frases tan repetidas como “lo que te haga feliz” o “quién soy yo para juzgar”. En ambas expresiones, subyace la idea de que no hay criterios morales de acción y que, por tanto, la única manera de valorar si algo es bueno o malo es según la percepción subjetiva de nuestros sentimientos, que, al ser irracionales, varían de persona a persona por lo que se llega a la paradoja de que lo único que se puede decir en moral es que no se puede decir nada.


Desde esta óptica moderada, la objetividad es para la ciencia o para terrenos extremadamente graves (creo que ningún subjetivista se atrevería a decir que los genocidios son buenos), pero en espacios de mayor diversidad como las costumbres, el arte, la religión o la sexualidad no hay ninguna vara de medir y podemos tener no solo perspectivas distintas, sino contradictorias, ya que no existe la verdad.


De más está decir que un sentimentalismo moderado, al igual que uno radical, está equivocado y nos lleva a un callejón sin salida como los que vemos en la sociedad contemporánea. Sin embargo, Josef Pieper dice que todo error tiene un alma de verdad, porque nadie se equivoca a propósito, sino ya no es un error, y, entonces, los errores en ética, filosofía, arte y religión, muchas veces, parten de intuiciones ciertas o de correcciones necesarias para una mayor verdad, pero ¿cuál sería la verdad del sentimentalismo?


En el pensamiento moderno y no en el antiguo, los sentimientos empezaron a verse con sospecha, porque ellos podían ir en dirección contraria a la supuesta razón universal y objetiva. Un ejemplo perfecto de esto es Kant, para quien actuar guiado por nuestros sentimientos era señal de imperfección moral, ya que lo verdaderamente grande es actuar solo motivados por el deber y no por causas ajenas y volátiles como las emociones.


En gran parte de la tradición literaria protestante, que va del St. John de Charlotte Brontë hasta las caricaturas de Tim Burton, está idea se repite e, incluso, se ha vuelto un lugar común la imagen del párroco o el profesor insensibles, que piensan que los afectos nunca deben de mostrarse como si fuera algo malo. Una visión así es irreal, porque, como explica Havard, una persona no puede ser feliz si siempre actúa en contra de lo que siente y, además, a causa de cierto efecto rebote de decir que los sentimientos no tienen ningún valor se puede pasar, peligrosamente, a decir que ellos son lo único valioso.


Castellani dice en un inédito y recientemente publicado sermón, que el corazón del hombre representa todo el hombre, porque guarda los afectos, de donde salen nuestras acciones, por lo que no son poca cosa. Quizá, una cultura que da poco espacio a los sentimientos es la que termina siendo terreno para el sentimentalismo, porque cuando a algo no se le da su lugar, termina poniéndose en un lugar que no le corresponde como sucede con el niño que no obedece y termina mandando. Por eso, la clave no es apagar los sentimientos, igual que los puritanos, ni exaltarlos, al modo de los sentimentalistas, sino darles su justo lugar, pero ¿cuál sería ese?


En la filosofía antigua, los sentimientos eran comúnmente llamados pasiones y no se consideraban buenos ni malos en sí mismos, sino la respuesta ante la percepción de ciertos objetos (nótese el término es percepción y no realidad). Así, ante la idea de un posible despido, es natural sentir miedo, del mismo modo que un golpe de suerte, como encontrar un billete en la calle, nos produce alegría y no hay nada de malo en ello, sino lo contrario, porque nuestro sentir corresponde a la realidad, que es su verdadero criterio.


Sin embargo, algo que caracteriza al ser humano es que su razón le permite ver los bienes y males no solo desde la perspectiva de sus sentidos, sino más allá de ellos, la comida no solo desde los ojos del estómago, sino, por ejemplo, del ayuno, que le sugiere que el hambre puede ser mejor que la saciedad por un motivo que lo supera. Por ello, si nos van a despedir justificadamente, podemos sentir tristeza, pero también una saludable resignación y si encontramos un billete, en el lugar donde un amigo perdió uno, la alegría que sentimos no es la del dinero, sino la de poder ayudar a nuestro amigo.


En filosofía se habla desde Platón del bien aparente y bien real, porque hay algunas cosas que son bienes de cerca, pero que si uno amplía la mirada, se descubren como males y viceversa. El trabajo de la razón es modular nuestros sentimientos, al mostrarle las cosas desde una perspectiva lo suficientemente amplia, la de toda la existencia, para valorarlos correctamente. Si abrimos bien los ojos, vemos que el trabajo no lo es todo, además de que existe la providencia, por lo que el desempleo no debe ser motivo de desesperación. Del mismo modo, los hijos son bienes, por lo que las dificultades que pueden traer, estrechez económica, cambio de planes, se vuelven insignificantes ante ellos.


Sin embargo, uno de los bienes más grandes del hombre es la racionalidad, que algunos han llamado su esencia, animal racional, y, por ello, el sentimentalismo resulta tan malo y, a veces, tan ridículo, porque cancela nuestra racionalidad y nos quita uno de los mayores bienes, igual que Esaú que cambió su herencia por un plato de lentejas. Por eso, la persona que se deja arrastrar por sus sentimientos y no oye razones resulta desagradable y, en especial, infantil, pues le falta la experiencia de vida que nos permite juzgar adecuadamente las situaciones, parecido al niño que llora porque no se le da un juguete y que al minuto está feliz, porque ya lo olvidó.


Sin embargo, uno de los espacios para los mayores sentimientos es la religión y no es raro ver en la vida de los santos una enorme dosis de sentimentalidad. San Francisco de Asís, buscando la pureza, se lanzó a una zarza espinosa y San Felipe Neri, por un amor excesivo a Cristo, no podía celebrar la misa si pensaba demasiado en los misterios de la Eucaristía, por lo que era su costumbre distraerse antes del santo sacrificio.  En ambos casos, una respuesta sencilla sería que estos santos eran excepciones, pero lo cierto es que hay un saludable sentimentalismo que muchas veces puede ser excesivo, porque se enfrenta a una realidad que nos excede, como, por ejemplo, la de Dios.


Por ello, los sentimientos del mundo religioso tienen una dinámica diferente y entenderlos conlleva darse cuenta de que en ellos nos enfrentamos con aquello que Taylor ha llamado hiperbienes, es decir, con ciertas cosas que cambian nuestro horizonte vital. Por lo mismo, habrá que aprender a diferenciar entre un sentimentalismo real y saludable y otro irreal y pernicioso, que, incluso, se ve en la religión, como en las personas que dicen querer mucho a Dios, pero no dejan de pecar. Sin embargo, eso se verá en la continuación de este artículo…

 


 
 
 

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