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“Dios no Existe”: la Idea que Sigue Corrompiendo al Hombre

Actualizado: 10 oct

El pensamiento moderno que acaba con la fe en el mundo se está extendiendo, aun cuando la gente no siga el pensamiento de los distintos filósofos, el veneno ya se difunde a través de la ciencia y los medios de comunicación, y lo único que puede combatirlo es la fe y la humildad.


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Por P. Jorge Hidalgo


Uno de los motivos por los cuales podemos decir que hay una gran crisis en nuestra época, es porque el hombre se cree a sí mismo autosuficiente, piensa que todo lo puede resolver sino ahora, más adelante, cuando tenga mayor técnica o mayor ciencia. 


A este grave problema del mundo de hoy se le llama inmanencia, in manere en latín, que quiere decir, permanecer dentro. El hombre piensa que puede permanecer dentro de su esquema mental, de su pensamiento, de su forma de concebir las cosas, y este es el grave error del pensamiento moderno.


El hombre cree que lo puede explicar todo y que la fe o el don sobrenatural es una cuestión antigua -en palabras de Comte-, cree que cuando esté en la Ciencia, llegará a la Filosofía y conforme avance seguirá creciendo en conocimiento y lo resolverá todo sin la necesidad siquiera de una explicación filosófica de las cosas. 


La explicación de este filósofo, que es enemigo de Dios y de las cosas sobrenaturales, es también el pensamiento de muchos otros como él. Por ejemplo, Hegel, sobre la Creación, dice que es más bien una emanación y el hombre es parte del conocimiento de Dios de sí mismo, lo que se llama panteísmo. Y si Dios está en todas las cosas y todas las cosas son Dios, entonces no es otra cosa distinta del mundo; de acá proviene la visión atea del comunismo, según la visión de Marx.


Así podríamos nombrar varios pensadores de la filosofía moderna que sostienen que Dios no existe y no hay razón para creer en Él. Éste es el pensamiento inmanente y si bien tal vez podríamos decir que somos ajenos a ellos, que no creemos en esta línea de pensamiento, que acudimos a Misa, etc.; esta filosofía ya ha influido en el mundo que nos rodea y nos termina contagiando, nos guste o no, tarde o temprano se nos pegan unas ideas.


La trascendencia divina


Se dice que el hombre puede todas las cosas, que por sí mismo puede escalar hasta el monte de Dios y robar la divinidad. Éste es el antiguo error del mundo pagano, el mito de Prometeo y el error de Pelagio -el enemigo teológico de San Agustín-, que creía que por sus solas fuerzas podía llegar al Cielo y ser santo.


De hecho, todo el mundo moderno se explica en la inmanencia, desde el “seréis como Dios”, la tentación del Paraíso. Esa fue la primera tentación de la inmanencia y será la última, porque los extremos se tocan. La autosuficiencia que se ve en el momento del pecado original, será la autosuficiencia exacerbada en la época del anticristo, donde el hombre creerá que por sus solas fuerzas solucionará todos los problemas del mundo.


Sabemos que Dios siempre es trascendente del mundo, que crea libremente y que lo hace por amor; que nosotros no perfeccionamos a Dios, sino que más bien, es Él el que con su pensamiento sostiene nuestra existencia, y si no fuera así, nosotros volveríamos a la nada de la cual salimos. Por eso lo opuesto a la inmanencia es la trascendencia divina.


Es verdad que en Él vivimos, nos movemos y existimos, como dice San Pablo en el libro de los Hechos de los Apóstoles, pero Dios siempre permanece como el totalmente Otro y no hay semejanza entre el Creador y la creatura, de la cual no podamos señalar una desemejanza aún mayor, como dice uno de los Concilios de Toledo y repite el concilio de Letrán en Roma. 


Contra la inminencia, la autosuficiencia del hombre, la idea de que el hombre resuelve todas las cosas; debemos pedir un aumento de la fe y la humildad para poder reconocer que Dios es incluso mucho más de lo que nosotros concebimos, para poder ubicarnos en nuestro lugar de siervos, de criaturas, de indigentes, de necesitados de Dios.


La humildad es una condición necesaria para que el hombre se ubique en el lugar que le corresponde y que pueda pedir a Dios la gracia de la fe y las otras virtudes; para en todas las cosas obrar como a Él le agrada. Lo que necesitamos es darnos cuenta de que -como decía Santa Teresa- la humildad es andar en verdad y es lo más necesario para nosotros. 


La verdad es esta: Dios nos crea por amor y nos sostiene con su palabra poderosa. La verdad es que, si el Señor nos suelta de la mano, nosotros somos polvo y ceniza en palabras de Abraham. La verdad es que, si el Señor no nos da su gracia, nosotros no podemos salvarnos ni llegar al Cielo; y la verdad además es también que necesitamos crecer en el don de la fe. 


Es verdad que mucha gente que no asiste a Misa dice tener fe, pero la verdad es que la fe tiene que ser viva, tiene que actuar movida por la Caridad e incitar a vivir en gracia de Dios. La verdadera fe hace ver, en cada uno de los acontecimientos de la vida, la mano providente de Dios que guía con sabiduría a las creaturas que Él ha creado para el Cielo. 


Una persona con fe ve a Dios en todas las cosas, en las cosas que ocurren como uno esperaba, pero también en las cosas difíciles, en las cruces de la vida, las dificultades, la pérdida del trabajo, en la enfermedad de un ser querido, en la muerte de alguien, también ahí hay que ver la mano de Dios que dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman.


El mundo moderno quiere que perdamos la fe y busca debilitarnos en este don sobrenatural, por eso hay que hacer lo contrario a lo que el mundo nos sugiere, y pedir a Dios el aumento de la fe. Más aún, la Iglesia enseña que estamos obligados a hacer en algunos momentos un acto de fe, de esperanza y de caridad. Por ejemplo, cuando uno tiene uso de razón, para asumir libremente el don de la fe que Dios nos dio en el santo bautismo. Además, estamos obligados a hacerlos durante toda la vida y particularmente en los momentos de tentación, cuando el demonio venga a decirnos que la fe es un invento de los curas. 


También debemos hacer un acto de fe, de esperanza y de caridad en el momento de la muerte, para entregarnos a la voluntad de Dios, aceptar que nos ha dado la vida y ahora pide cuentas de mi existencia. Otra ocasión en que debemos hacer estas oraciones es si el Papa llegara a declarar un dogma de fe. Sobre todo, tenemos que hacer esos actos de las virtudes teologales frente a los que no creen, que no rezan, frente a los que no esperan, y no aman, como le enseñó el Ángel de Fátima a los pastorcitos en 1916. 


La Santísima Virgen María es maestra del don de la fe. Ella nos enseña ante todo que lo más importante es la humildad, saber que no podemos nada por nosotros mismos, que somos indigentes y necesitados de Dios; que tenemos que ser mendigos de su majestad y pedirle continuamente el don de la gracia para no ofenderlo en ninguna cosa. 


Como dice San Pedro: Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes. Que nosotros seamos de esos pequeños que mendigan a Dios su gracia, mendigan a Dios el don de la fe, de la esperanza y de la caridad, para que así algún día vayamos a verlo en el Cielo y la fe se transforme en visión; la esperanza se transforme en comprensión; y la caridad, sin dejar de estar, se transforme en el gozo eterno de ver a Dios cara a cara tal cual como Él es.


 
 
 

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