Del Laberinto Solo se Sale por lo Alto
- P. Christian Viña

- 10 nov
- 4 Min. de lectura
Domingueros regalos de Cristo, mientras aguardamos el Domingo sin ocaso.

Por P. Christian Viña
Cristo, Piedra angular, nos ha constituido a los bautizados en piedras vivas de su única Iglesia. Lo hemos rezado, una vez más, este Domingo 9 de noviembre, en la fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán. La Liturgia de las Horas nos trajo, al respecto, las siempre vibrantes palabras de San Pablo: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros” (1 Cor 3, 16-17).
Como todos los días, comencé la jornada en oración, en el templo parroquial. Oficio de Lectura, Laudes, Rosario y meditación, a primerísima hora, siempre nos ordenan el día. Dios, el Señor del Tiempo, cuando casi todo es silencio en lo exterior, viene a traernos su sosiego, para llenarnos, así, de su Amor. Es tiempo para colmarnos del Pastor; lejos aún de las demás actividades. Porque la oración es pastoral; y de la más eminente. Allí se recibe al Pastor, se lo adora, se lo alaba, se disfruta de sus abrazos y consuelos, y se nutre el corazón de la intimidad de Dios. Siempre nos recordaba el inolvidable padre José Luis Torres – Pardo, en sus retiros espirituales para sacerdotes: “Una pastoral sin el Pastor, termina en brazos de una pastora…”. Como San Juan, el discípulo amado, los Sacerdotes tenemos que descansar en el Sagrado Corazón de Jesús. Y ser, así, buenos hijos, esposos, padres y hermanos.
Al igual que todos los domingos, el Señor me sorprendió muy especialmente. Al salir de la parroquia, comencé a rezar la Coronilla de la Divina Misericordia. Y mientras caminaba hacia el primer destino de la mañana, la Santa Misa en el Hogar Marín (para ancianos), atendido por las Hermanas de Marta y María, a un par de cuadras, me salvé providencialmente de ser atropellado por un “motochorro” (en Argentina, asaltante que delinque montado en su moto), a quien perseguía, en contramano, un patrullero de la policía. “Comenzamos el día con trabajo extra de mi Ángel de la Guarda”, pensé; y, mientras rezaba por el ladrón y los policías, a los pocos metros, fui interceptado por un muchacho, Ramiro, intoxicado a su salida de uno de los boliches del centro platense.
- Padre, soy un pecador. ¿Me puede dar su bendición?
- Todos somos pecadores, hijo. Y, para salvarnos, murió y resucitó Cristo. El desafío es ser humildes, y dejarse curar por Él, con los sacramentos de la Iglesia. Nos enseña San Agustín que “no hay santo sin pasado, ni pecador sin futuro”. ¿Eres creyente?
- Sí, padre, soy católico. Fui confirmado, y tomé la Primera Comunión. Pero me hice rebelde, y me alejé de la Iglesia.
- ¡Vuelve, hijo, a la Casa de tu Padre! La Iglesia, como buena madre, te está esperando. Aquí encontrarás siempre tu hogar. No habrá para ti más mañanas de Domingo frías, solas, y con único rumbo hacia la nada. ¡Vuelve a empezar! ¡Padre Christian, para servirte!
Le regalé uno de los rosarios fosforescentes que traje de mi reciente peregrinación a Roma. Le expliqué su origen, se lo bendije, y se puso a llorar como un niño.
- ¡Padre! ¡Qué sorpresa! ¿Cuánto le debo?
- El mejor pago que puedes hacerme es una buena Confesión; con un servidor, o con otro sacerdote. Pero no lo demores. ¡Hoy es el día de la Salvación!
Me abrazó, mojó el hombro derecho de mi sotana con sus lágrimas, y nos despedimos. ¡Bendita sotana, que nos distingue, nos muestra como lo que somos, y nos protege! ¡Nunca será mucho lo que te agradezcamos, Señor, por ella!
Enrique, un simpático diariero, italiano, que presenció la escena, a los pocos pasos, me disparó:
- ¡Padre! ¡Comenzó, con todo, la mañanita!
- ¡Gloria a Dios! ¡El Señor siempre nos sorprende! Debemos dejarlo a Él ser Dios.
- ¡Qué sociedad perversa, padre!
- A esto hemos llegado tras décadas de falta de fe; y la consecuente destrucción de la familia, y el orden natural. ¿Se podía esperar, acaso, algo distinto, con el divorcio, las perversiones, la anticoncepción, la promiscuidad, el aborto y todos los demás pecados que claman al Cielo? Cuando el hombre le declara la guerra a Dios, termina destruyéndose a sí mismo.
- ¿Y cuál es la solución, padre?
- Como dice Leopoldo Marechal, “del laberinto solo se sale por lo Alto”. Hay que volver a Dios, a sus exigencias; y redescubrirnos, desde Él, como sus hijos. Y, por consiguiente, como hermanos, entre nosotros. El Señor nos ama por nosotros mismos; mucho más que a los perros, los gatos y las plantas. Ellos son criaturas; nosotros, hijos, en el Hijo.
Bendición de despedida, obsequio de otro Rosario romano, y a seguir el rumbo. Había caminado un par de cuadras cuando vino a mi encuentro Natalia; una joven venezolana. Llegó a nuestro país por la feroz persecución comunista en el suyo; pero tampoco aquí encontró la verdadera libertad. Pecados propios y ajenos la arrastraron a una serie de enfermedades. De las que, de a poco, va saliendo con la gracia de Dios. “Después de años –me reveló-, volví a la Iglesia. De a poco, voy encontrando la paz. Aquí estoy: bebiendo de la fuente de agua viva (cf. Jn 4, 14), después de mucho tiempo de tomar aguas podridas”. Tercer rosario itálico en sus manos, bendición, y hasta cualquier momento.
Dos adultos mayores, junto a una casi centenaria abuela, me aguardaban para una “escala técnica”, antes de la Misa. Rápido café con leche –para tener el suficiente ayuno eucarístico-, y continuación de la marcha. Al llegar al hogar, uno de los ancianos, con complicaciones neurológicas, me preguntó: “¿Ya está por llegar el padre para la Misa? Su consulta se repite cada Domingo. E, invariablemente, le contesto: “¡Sí, está llegando! Empieza la Misa en quince minutos”.
¡Gracias, Señor, porque siempre estás viniendo! ¡No dejes de mandarnos hijos, a tus Sacerdotes, para que abramos tu camino!





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