El Pudor, una Virtud Incomprendida
- Jorge Castro de Dios

- 6 jul
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 8 jul
¿Por qué tener miedo de mostrar el cuerpo o aquellas partes directamente relacionadas con el acto amoroso? Y, más importante, ¿Cómo es que no hacer esto nos vuelve mejores personas?

Por Jorge Castro de Dios
Hoy en día, la ética de las virtudes es la tercera alternativa ética y una de las corrientes más interesantes para aquellos católicos y no católicos que se sienten decepcionados del rumbo general que ha tomado la filosofía moral en las últimas décadas. En este sentido, la centralidad en la acción del agente y su interés en que éste sea bueno y tenga una vida feliz, son algunos de los elementos que más se valoran en la ética de las virtudes frente a la deontología y el utilitarismo, que constituyen las otras posturas mayoritarias.
Esta corriente filosófica, nacida de las discusiones de diversos pensadores ingleses del siglo pasado, identifica rasgos positivos de carácter que permiten a las personas cumplir sus objetivos y desarrollarse de forma adecuada, y que pueden catalogarse en el concepto clásico de virtud, es decir, y siguiendo a Aristóteles, como hábitos electivos buenos, que nos hacen obrar, sentir y pensar conforme a la razón.
Ahora bien, nadie duda que la valentía o la generosidad son virtudes, pues nos hacen mejores e, incluso, en ámbitos escépticos tienden a promoverse, pero la situación se vuelve más compleja con fenómenos como la humildad, la fe o la pobreza, que dentro de la tradición cristiana son virtudes, pero que tienden a ser motivo de juicios y suspicacia desde los ambientes más alejados de la fe.
Sobre esto, una de las virtudes más incomprendidas es el pudor, pues, tras la revolución sexual, la idea de que una persona puede experimentar una “sana vergüenza” respecto a su intimidad, se ve como el resabio de prejuicios religiosos. Después de todo, si el cuerpo no tiene nada de malo y la sexualidad es algo natural, ¿por qué tener miedo de mostrar el cuerpo o aquellas partes directamente relacionadas con el acto amoroso? Y, más importante, ¿Cómo es que no hacer esto nos vuelve mejores personas?
La visión anterior parte no solo de una mala comprensión de la sexualidad, sino también de la naturaleza y de aquello que constituye la intimidad. En este sentido, la filósofa norteamericana Wendy Shalit ha hecho un interesantísimo trabajo sobre el pudor en el que explica que, a pesar de que éste se relaciona especialmente con la sexualidad, incluye otras esferas humanas como el misterio y las emociones, y que se presenta como un ingrediente fundamental de estas realidades.
En este sentido, hay ciertas cosas que suceden en nuestro interior, como la consciencia y los sentimientos más profundos, y si decidimos no sacarlos a la luz, no es porque éstos sean malos, sino porque, como explica el Padre Castellani respecto a los silencios y desapariciones de Jesús, no queremos que se echen a perder, ya que la intimidad solo puede desarrollarse en lo oculto y, por eso, busca de forma instintiva espacios y tiempos separados para desplegarse.
La experiencia más cotidiana confirma estas ideas. Las personas no contamos nuestros secretos a desconocidos y cuando sentimos una emoción muy intensa, preferimos retirarnos para estar solos o acompañados de personas que tengan nuestra confianza. A veces, incluso, nos avergüenza que cuenten cosas buenas de nosotros, aunque sean verdad, porque nos disgusta que los demás perciban una parte de nuestra persona que preferimos guardar por considerarla especial. Sin embargo, estas actitudes no nos parecen propias de una persona hipócrita o gazmoña, sino de quien sabe valorarse de verdad.
De las coordenadas anteriores, no sorprende que la religión sea por naturaleza un espacio para el pudor, pues en ella sucede el acto más íntimo y misterioso de todos, que es la acción de Dios en nuestras almas y en el mundo. Así, el uso del velo no se limita a las mujeres, sino también a las cosas, que se cubren como señal de respeto, por ejemplo, el altar, donde sucede el sacrificio de Cristo. Hay momentos de silencio, en los que se dicen oraciones que nadie (solo Dios) escucha y que en ese silencio pueden expresar mejor su sentido de una sagrada solemnidad incapaz de manifestarse con palabras sonoras.
Estas ideas pueden sonar extrañas en una “sociedad de la transparencia” en la que, como dice el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, todo tiene que ser visto, compartido y comprendido como señal de autenticidad. Sin embargo, una reflexión sobre esta obsesión de mostrarlo todo puede llevarnos a valorar más el pudor, que es el espacio reservado para las cosas más santas y sagradas, y en las que por lo mismo se requiere una “invitación” para poder acceder, invitación que puede estar constituida por cierto silencio, espera o prácticas, como el ayuno, que nos permiten apreciar la cosa en su verdadera dimensión.
Por lo mismo, los católicos debemos comprender el pudor como lo que es, no un encubrimiento de algo malo, sino un resguardo de lo mejor para quien realmente lo sabe valorar. En esta línea, un primer espacio para retornar al pudor es la oración y, en especial, la oración litúrgica, que, al ser el culto dirigido a Dios, tendrá una enorme gama de símbolos, alusiones y enmascaramientos, que no tendrán nada que ver con el espíritu de espectáculo y show, que lamentablemente se aprecia en tantas iglesias y que se opone al silencioso soplo con el que guía el Espíritu Santo.





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